samedi 27 septembre 2008

¿Un té? – A propósito de un ejercicio literario…


Ella sabía lo que escondía una taza de té. No era sólo el vapor con el aroma dulce a jazmín, sino el ritual de la espera, que siempre terminaba en una explosión contenida, mientras la hierba se enfriaba al fondo de la taza, atrapada en ese colador que habían comprado juntos un domingo por la tarde, como tantos otros que sólo se repetirían en la memoria, que por suerte, va borrando los detalles, hasta que queda una masa informe de imágenes vagas, nebulosas, sensaciones y aromas… Fue igual. Se sentó en el sillón como cualquier otra visita lo haría, en una conversación que nacía del tenso silencio de los que quieren gritar, vio cómo su figura se levantaba y decía esa frase que sabía, oiría una vez más: ¿Un té? Y mientras el “sí” pasaban por su cabeza todas las otras tazas de té, esa primera taza que tenía un desagradable sabor ahumado, cuando también de visita lo vio por primera vez, luego esa otra que apenas se divisaba en la penumbra del atardecer de un domingo en medio de confesiones y fantasmas que llegaban con la noche, y luego todas las otras que se enfriaron encima de la mesa, cómplices de un deseo que se desparramaba por el sillón, la cama, el baño, la cocina y tomaba toda la casa. Pero esta vez se había prometido que sí se la tomaría y que luego se marcharía, huyendo del deseo que la atacó por primera vez en la cocina. Y entonces se levantó y de pie empezó a oler el té, recién servido, “mira cómo se abren los capullos”, “parecen alcachofas”, “sí, son pequeñas alcachofas”, y en medio de las comparaciones él, desde el otro lado y de frente, se acercó a oler el jazmín. Ella cerró los ojos y con la boca abierta absorbía el dulce sabor del vapor, de pronto, siente otros labios que rozan con su mejilla, reconoce esos finos labios que hacía los de ella aún más gruesos, recorren sus ojos, su nariz, y tímidos, entran en su boca, confundiéndose con el té que subía, caliente y penetrante olor de sus labios. Y su brazo rodea su cintura, tan absorbida estaba en ese transe que no supo cómo él ya no estaba enfrente sino detrás de ella, y otra vez reconoció los brazos que por las noches no la dejaba ir. En un comienzo fue una lucha, ella se resistía, no sabía bien porqué, sus cuerpos cayeron al suelo y él desabotonaba sus pantalones, en un abrazo seguro y violento, recorrieron todo el piso, acostados, luchaba contra el deseo. Ella se levantó y se refugió en la ventana, miraba la ciudad afuera, las luces en la noche y ese puente tantas veces visitado en las horas de angustia, ahora estaba adentro de esa ventana que otras tantas veces había mirado desde la oscuridad. Las luces, fijas, se empezaron a agrandar y cubrieron su vista con una nebulosa anaranjada, un beso en su cuello la despertó, adentro ya no había luz, sólo el reflejo de esa gran ciudad. Ella se sentó en el brazo del sillón y abrió las piernas para recibirlo ahora segura de su miedo. Él, de pie delicadamente abraza su espalda y arranca su blusa. Siente cómo el deseo va entrando y su sexo crece al roce con el suyo, cierra los ojos y también sin saber cómo, está en la cama, acostada, en medio de confesiones de un amor arrepentido, que feroz, la penetra adentro, muy adentro en sus raíces, mientras el ritmo de sus cuerpos se acelera; ella, montada sobre él recuerda en cada movimiento circular esa espiral que una mañana nació de la respiración agitada de ambos. Siente en su pecho un ardor que recorre todo su cuerpo y se sale por la vagina, como oleadas de una noche de luna llena, inunda toda la cama, se sumergen en ese mar vertiginoso de pasión, deseo, y dolor, y rabia, y llanto por no haber rehusado desde ese primer domingo la taza de té, que sabía, escondía en el fondo un oráculo incognoscible de llamas y cielo y que más una vez quedaría fría encima de la mesa.

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